Las cicatrices con que la dureza del tiempo se hace presente en los rostros de, éstos, mis antiguos vecinos; ve su reflejo en el inanimado porte de la calle donde crecí.
Detrás de aquel muro encontrarás una vieja casona que a ultimas fechas sirvió solo como refugio de vagos y escondite de drogadictos. Yo mismo he pasado noches cobijado por la falsa cúpula celestial cuando mi hogar pierde el derecho se llamarse como tal.
Estos muros tapizados conservan la fuerza que contagia a quien roza el detalle que aquí vaciara algún talentoso entusiasta. Su historia se desvela en caída libre cuando se lee correctamente. Aquí, por ejemplo, podrían descansar los indios en sus petates, sus mujeres en catres, y sus hijas en las camas con los generales. Pancho Villa no tomaba, por eso nadie se explica su refinado gusto en licores. Es el olor de las mujeres, decía, lo que me embriaga; y los vinos comparten la acidez o dulzura al igual que una señora madura o una virgen descalza. Méritos para el cuatrero que hubiera descansado con seis sin huaraches en la alcoba de honor. Acá no se metían los hacendados por la pobre fachada de la casona que de lejos no se distingue entre una iglesia o un establo.
La casona se iluminaba en vida al grito de allá vienen los dorados. Refugio de ladrones, y cárcel y tumba para los cautivos de la revolución. Para la que fue construida y por la que ha de dar la vida. El esplendor que no se ve en las pompas citadinas se hace presente noche tras noche, de orgía en orgía en los patios traseros a donde los niños se les prohibía ir. Pero prohibido es una de esas palabras que la revolución tachara del vocabulario generacional: por eso el hijo de la Tomasa se fue a buscar a su mamá; con cinco años en la guerra, a sus siete no sabe donde está el límite que los adultos imponen en un lugar donde todos son infantes mentales. La Tomasa, así le decíamos todos, no procuró apagar el candelabro y, por esa maldita manía de las indias de dejar que se las cojan con las enaguas puestas, se prendió más rápido que la vela que le metían por el culo cuando su hijo entró preguntando por ella.
La calle donde mis otrora vecinos se reúnen para decidir el destino de esas ruinas de ilustre y vergonzosa memoria, si se permite la expresión, tiene tantas cicatrices como yo caminando de la mano contándole la historia a mis nietas.
¿Y que fue de la señora Tomasa, abuelo?
Disculpa, preciosa, a tu abuela no le gustaría que insultara su memoria.
Detrás de aquel muro encontrarás una vieja casona que a ultimas fechas sirvió solo como refugio de vagos y escondite de drogadictos. Yo mismo he pasado noches cobijado por la falsa cúpula celestial cuando mi hogar pierde el derecho se llamarse como tal.
Estos muros tapizados conservan la fuerza que contagia a quien roza el detalle que aquí vaciara algún talentoso entusiasta. Su historia se desvela en caída libre cuando se lee correctamente. Aquí, por ejemplo, podrían descansar los indios en sus petates, sus mujeres en catres, y sus hijas en las camas con los generales. Pancho Villa no tomaba, por eso nadie se explica su refinado gusto en licores. Es el olor de las mujeres, decía, lo que me embriaga; y los vinos comparten la acidez o dulzura al igual que una señora madura o una virgen descalza. Méritos para el cuatrero que hubiera descansado con seis sin huaraches en la alcoba de honor. Acá no se metían los hacendados por la pobre fachada de la casona que de lejos no se distingue entre una iglesia o un establo.
La casona se iluminaba en vida al grito de allá vienen los dorados. Refugio de ladrones, y cárcel y tumba para los cautivos de la revolución. Para la que fue construida y por la que ha de dar la vida. El esplendor que no se ve en las pompas citadinas se hace presente noche tras noche, de orgía en orgía en los patios traseros a donde los niños se les prohibía ir. Pero prohibido es una de esas palabras que la revolución tachara del vocabulario generacional: por eso el hijo de la Tomasa se fue a buscar a su mamá; con cinco años en la guerra, a sus siete no sabe donde está el límite que los adultos imponen en un lugar donde todos son infantes mentales. La Tomasa, así le decíamos todos, no procuró apagar el candelabro y, por esa maldita manía de las indias de dejar que se las cojan con las enaguas puestas, se prendió más rápido que la vela que le metían por el culo cuando su hijo entró preguntando por ella.
La calle donde mis otrora vecinos se reúnen para decidir el destino de esas ruinas de ilustre y vergonzosa memoria, si se permite la expresión, tiene tantas cicatrices como yo caminando de la mano contándole la historia a mis nietas.
¿Y que fue de la señora Tomasa, abuelo?
Disculpa, preciosa, a tu abuela no le gustaría que insultara su memoria.