– ¿Qué si se me hace difícil, mi General...? De la chingada... Mire nomás lo atrincherados que están –le dijo mi comandante a su superior. – ¿Usted cree, mi General, que con cinco hombres selectos voy a tomar la bodega de municiones del enemigo? Además, cuáles selectos, puro pinche escuincle raso y miedoso; véalos, orinados del miedo –alegó mi comandante, sin tomar en cuenta nuestros oídos, y braguetas, por cierto.
–Es una orden –se impuso el General, –usted está en el ejército y por tanto existen jerarquías, y yo estoy arriba de usted, así que disponga de cinco hombres selectos y tome la bodega del enemigo, si no, ahorita mismo le hago un juicio marcial y lo fusilo por desacato a una orden superior.
Sobra decir que yo fui uno de los “selectos”. Cuando mi comandante comenzó a elegir a los cinco de la misión, todos en el batallón fijamos la mirada en la tierra, en el fusil, en las estrellas, en la evasión. “Tú vienes conmigo”, (va uno); “tú también”, (pobre del gordo, van dos); la tercera mirada pasó cerca de mi, justo al lado; “contigo son cuatro... y”, (nos vemos en el infierno, uno más y me salvo, pensé); “...ah, y tú, el de enfrente...” Mierda.
Salimos del campamento hacia el norte, esto para rodear el campo de batalla y llegar por la retaguardia del enemigo. Mi comandante calculó el tiempo que nos tomaría llegar a la bodega “hora y media, a lo mucho”. Lo que no calculó era el miedo que se elevaba en potencia por cada minuto transcurrido y por cada uno de los cinco “selectos”. Yo sofoqué el miedo calculándolo para distraer la mente: Somos cinco, pensaba, más mi comandante, seis; en el campamento base, el miedo, en escala del uno al diez, era de tres, ¿de seis que somos? Pues dieciocho, en este momento, es de cinco, por seis: treinta, más los minutos que llevamos de recorrido, a ver... quince minutos, o sea que... minutos/miedo igual a quince, multiplicado por miedos/hombre de treinta, ¿igual a?... cuatrocientos cincuenta; entonces, calculando los minutos/miedo que nos faltan para llegar al campamento enemigo, multiplicados por los miedos/hombre, que en este momento cada uno tendrá diez... ¿Nos da como resultado...? Mierda.
Por supuesto que no funcionó mi técnica para combatir el miedo. La única operación matemática aplicable en ese momento era que mi comandante llevaba los cinco miedos “selectos” sumados al suyo.
La hora y media que mi comandante había calculado se hicieron dos y media debido al lastre que llevábamos: El Gordo. Nos ubicamos a cincuenta metros detrás del enemigo. Solo un centinela vigilaba su retaguardia. Unos de los “selectos” disparó su arma con silenciador acertando en medio de las cejas del vigía. De manera cautelosa nos acercamos a la puerta trasera del cuartel. Al entrar nos encontramos frente a media docena de soldados totalmente desprevenidos: “No disparen, no disparen, nos rendimos”, suplicaron. De alguna manera sus ojos eran un reflejo, sus miedos/hombre no eran menos que los de nosotros. “No se muevan, quietos o se los carga la chingada”, les ordenó mi comandante. En ese momento, de no sé donde demonios, salieron tres soldados que comenzaron a disparar contra todos, inclusive contra sus propios elementos. Destellos, olor a pólvora, mis oídos tronados. Respondimos igual, no duraban las balas, los cargadores se agotaron con rapidez. Así estuvimos durante unos diez minutos/miedo hasta que se escuchó la última detonación. Logré salir, ileso. Con los tímpanos tronados escuché los gemidos de uno de los “selectos”; era El Gordo, estaba herido, pero nada de gravedad. Uno a uno fui encontrando a mis compañeros. Aturdidos, con terror, pero ilesos. “Mi comandante, ¿está usted bien?” No hubo respuesta. Buscamos por toda la habitación y de repente allí estaba, en una posición antinatural, inmóvil. Ya no éramos más que cinco miedos.
Carlos Martín, el Director
10 may 2009
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1 comentarios:
he andado de campaña y me mantuve atrapada en cierto bunker. Pero prometo Sr. Director venir a leer con calma y disparar por si acaso hace falta alguna buena ráfaga de palabras
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