29 jul 2009

Salta Tormenta.

Después de semanas de insistir, por fin Gabriel convenció a su amigo Truman Capote, escritor, neurótico, homosexual recalcitrante, adicto a cualquier pastilla y un gran bebedor, que le presentara a una preciosísima supermodelo neoyorquina que Capote conocía bien.
La chica vivía en el famoso edificio Dakota, en Manhattan, y sí, en efecto, su belleza era conocida por todos.
Gabriel, por su parte un mozo bien parecido, estaba tan loco por ella que llegó a disfrazarse de avestruz para llamar su atención en plena calle, pero como bien dice mi compadre Totopo: “Se supone que las avestruces ponen huevos, no los tienen a la intemperie morados de frío”.
Por fin Gabriel convenció a Capote de que le consiguiera una cita. El autor de "A Sangre Fría" no quería involucrarse, pero con tal de jugar a la Celestina (cualquier papel que implique el travestismo es bienvenido) le consiguió una cena con la diosa-O-diosa.

El joven galán llegó puntual al famoso edificio Dakota, donde debía recoger a la chica. Fue anunciado, montó al elevador y subió pisos arriba hasta al lujoso departamento. Una asistente lo pasó a la sala. Siéntese, por favor, le dijo en un inglés un tanto filipino; en unos momentos la señorita estará con usted. ¿Algo de tomar? No gracias, contestó Gabriel. Estaba maravillado con la espectacular vista del departamento, aunque el estilo era drásticamente minimalista (no había casi muebles).

Fue cuando Gabriel tuvo su primer encuentro con Tormenta, un Gran Danés del tamaño de una vaca silvestre en esteroides, cuyo color parecía una tempestad de manchas blancas y negras (de ahí el nombre).
Tormenta ejercía el puesto de mascota exótica de la supermodelo y a veces, muy a veces, de señuelo asusta-pendejos, pues su físico imponía respeto, aunque en realidad se trataba de un perro bonachón y apacible que gustaba de jugar con los visitantes a “ir por la pelota”.
El procedimiento era sencillo: el visitante en turno cogía la pelota, la tiraba con suavidad por el piso, ésta rebotaba plácidamente (tampoco había mucho que romper) y Tormenta, de carácter imperturbable, movía sus fémures de basquetbolista del Bronx desempleado para ir por ella y traerla de regreso, proceso que se repetía una y otra vez.

Y así, mientras Gabriel esperaba impaciente tiraba la bola y el Gran Danés iba por ella, hasta que en una de esas veces la pelota rebotó más de la cuenta saliendo por la gran ventana abierta al otro extremo del departamento. A continuación Tormenta, quien tenía un abnegado respeto por los reglamentos de su juego favorito, saltó sin discusión en pos de su juguete. En ese preciso momento la bella modelo entró a la sala. Se presentó, ¡disculpa la tardanza!, dijo, ¿nos vamos?
Gabriel quedó petrificado y sólo dejó su mandíbula caer, no se sabe si por el hecho de por fin ver frente a él a la belleza que tanto había esperado, o porque le tenía una muy mala noticia (la asistente no había visto nada pues se había retirado a su cuarto).
Sin embargo Gabriel prefirió callarse: haberle dicho hubiera arruinado su preciada cita. Por lo mismo apuró las cosas, y rápidamente pidió el elevador y rápidamente pidió un taxi que los llevó al restaurante donde había hecho reservaciones desde hace un mes.

Sin embargo durante la cena las cosas no fueron bien: una natural antipatía creció entre ambos desde el principio. A ella le pareció aburrido y demasiado urgido; a él superflua, un tanto agresiva y poco interesante. Lo único en común era Capote.
Para el postre aquello era un desastre del que ambos no veían la hora de terminar. Cansada por la perdida de tiempo (las supermodelos no tienen mucha paciencia), se levantó de la mesa, dio las gracias, salió a la calle y silbó como arriero galés hasta detener un taxi. Prefería ir a su departamento a tirarle la pelota a Tormenta que pasar el resto de la velada con un papanatas.

Cuando bajó del taxi se encontró con un inusual bullicio frente a su edificio. El área estaba acordonada por la policía, había ambulancias, bomberos, sirenas por doquier y un tumulto poco usual. Se hizo paso entre la gente y de pronto, ahí, frente a ella, vio a Tormenta tirado en la banqueta: ¡Nooooooo!, gritó. Un policía la detuvo. ¡Pero es Tormenta!, volvió a gritar.¡Sí, esto es una verdadera tormenta, señorita!, contestó el policía.

Soltándose del policía corrió hacia a su enorme perro. Y mientras lo abrazaba de alguna manera agradeció el gran esfuerzo y despliegue de policías, ambulancias y bomberos que se había dado en el intento de atender a Tormenta (como que no era para tanto), aunque a no muchos metros de ella yacía tirado y sin vida otro pobre perro: John Lennon, asesinado frente al edificio Dakota media hora antes.

(El germen de la historia está en “Conversatios with Truman Capote”, Lawrence Grobel, New American Librery, Nueva York, 1985).

5 comentarios:

Amorexia. dijo...

muy buena!

Deshora.

Rich dijo...

Es muy buena, tiene tu toque.
Saludos.

AnarquiStar dijo...

Tengo el rostro de Lennon en mi post...

¿Coincidencia?

Muy buen post...

Cheers...

NTQVCA dijo...

Ja!
Buenisimo, el depa era minimalista supongo porque la supermodelo prefería gastar su dinero en zapatos.

Me imagine todo tipo "Desayuno en Tiffany's"

Julibelula dijo...

:(