El poder que sintió de haberse robado una conversación le aceleró el pulso.
Saludó su adrenalina con un “yeah!”, mismo que le corrió por el cuerpo con urgencia.
Aquello era tan vigorizante, tan nutritivo, que desde ese momento decidió convertirlo en su deporte extremo favorito.
Así es, como tirarse desde la azotea con una almohada atada en el trasero como única protección: él ya era un arrojado ladrón de conversaciones.
¿Y por qué no?: unos roban autos, otros arte.
Él simplemente desvalija pláticas, las hurta y las arrebata sin que nadie se de cuenta, las absorbe y las hace suyas.
¿Su modus operandi?
Sencillo: se aproxima a su objetivo hasta sentirse íntimo, pero no desafiante; después deja deslizar su oído suavemente entre las lenguas de sus víctimas, para por último, con un afable pestañeo, llámese “blink”, transbordar las conversaciones a su gran memoria donde las archiva, cataloga y etiqueta, una labor metódica y mecánica, pero siempre placentera.
Entonces en la noche se mira fijamente al espejo, acercándose a él lo más posible; y con el cuidado y dedicación del típico coleccionista decimonónico frente a la tumba egipcia, va retirando de su mente una a una, conversándolas en voz baja, lentamente, hasta que el espejo queda impregnado de un exquisito vaho, guardando así sus conversaciones robadas.
13 jun 2009
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2 comentarios:
Uy, es algo... raro, pero es bueno, digo, me parece una manía interesante.
Solo eso.
Me gusta esta manera de robar las conversaciones, je.
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